Todos somos Gabo, todos somos Macondo
Un año sin García Márquez | Su universo verbal es reconocible para todos. Todo lo que nos cuenta viene ya en los genes de nuestra memoria. Remedios la Bella ha ascendido al cielo en el patio de al lado y hemos visto las nubes de mariposas amarillas que siguen a Mauricio Babilonia. Esta es la realidad. Lo demás es mentira.
Sergio Ramírez | EL PAÍS
Mi amigo Jean François Fogel me explicaba una vez el
término “purgatorio” que se usa en Francia referido a los escritores: a la
muerte de uno de ellos, se dice, se le abren las puertas del purgatorio donde
debe aguardar por su suerte futura, hasta que pasado un tiempo prudencial es
trasladado al infierno, que es el olvido, o a la gloria, que es la
inmortalidad.
Esta máxima parte del supuesto de que, mientras el
escritor permanece en el purgatorio, sus libros dejan de venderse o se venden
menos, porque ya no se espera nada nuevo él. Luego, en un plazo no determinado,
alguien viene a descubrirlo otra vez, o alguna circunstancia hace que su nombre
brille de nuevo, y entonces puede ser que quede instalado en los estantes de
las librerías como un clásico.
El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, dormía el sueño de los
justos cuando en 1974 la película de Jack Clayton creó una Gatsbymanía, tanto
que se llegó a imponer en Estados Unidos el color blanco en la moda, ropa,
vajilla. Y cuando William Faulkner recibió el premio Nobel en 1949, sus
editores corrieron a reimprimir sus libros, ausentes en el mercado.
Gabo parece ajeno a esa regla, porque la muerte no hizo
sino multiplicar las ventas de sus libros. Desde la aparición de Cien años de
soledad en 1967, se volvió un personaje mítico, y lo sigue siendo con creces,
de modo que las llamas purificadoras del purgatorio no lo tocaron ni de lejos.
El escritor como personaje popular en vida, caudillo
cultural, estrella de cine, es un fenómeno que se ha presentado al menos tres
veces en la literatura latinoamericana. Primero Rubén Darío: cuando en La
Habana o en Veracruz corría la voz de que se hallaba a bordo de un barco
atracado en el puerto, miles se concentraban en el muelle para vitorearlo.
Luego está Pablo Neruda, que también vivió en olor de multitudes gracias, sobre
todo, a la popularidad de sus Veinte poemas de amor… Y el propio Gabo, frente
al que, se hallara donde se hallara, en el foyer de un cine, o en un
restaurante, se formaba de inmediato frente a él una cola de admiradores que,
no se sabía de dónde, habían sacado sus libros que le presentaban para firmar.
¿Cuál es la clave de la Gabomanía? Por supuesto sus
propios libros, que desbordan las barreras del lector culto, o del lector
habitual, y alcanzan el vasto mundo del lector común. La lectura se vuelve así
un fenómeno popular. Tanto los poemas de Darío como los de Neruda siguen siendo
recitados de memoria por escolares y por enamorados, por amas de casa y por
trasnochadores; pero los personajes y escenarios de las novelas de Gabo tienen
sustancia real entre la gente, uno de los pocos casos en que el público llano
coincide con los letrados, y el favor de las ventas coincide con el favor de la
crítica.
Macondo es como La Mancha, un territorio que la
imaginación del autor ha traspasado a la imaginación popular, y por tanto se
vuelve real. Historias cien veces contadas por voces anónimas, desde consejas y
mitos hasta letras de vallenatos, las devolvió a la gente que volvió a
apropiarse de ellas, un público fascinado porque alguien, desde la letra
impresa, les contara algo que ya sabían, o creían haber vivido.
Este traspaso de ida y vuelta es el que crea el realismo
mágico, y el lector común, al entrar en ese país imaginario que se llama
Macondo, lo hace con absoluta credulidad porque se reconoce como uno de sus
habitantes. Macondo no es sólo el pequeño pueblo bananero de la ciénaga
colombiana, sino cualquier pequeño pueblo latinoamericano, o de cualquier parte
del mundo.
El universo verbal de Gabo es reconocible para todos, y
en este sentido Macondo se vuelve un país infinito donde letrados e iletrados
pueden vivir a gusto. Todos somos Macondo. Todos somos Gabo, en las
universidades y las academias, y en las galleras, las barberías y las cantinas.
Todo lo que nos cuenta viene ya en los genes de nuestra memoria.
Alguna vez hemos sido operados por los médicos
invisibles. Remedios la Bella ha ascendido al cielo en el patio de al lado,
envuelta en las sábanas puestas a secar, y hemos visto las nubes de mariposas
amarillas que siguen a Mauricio Babilonia. Conocimos a alguien que nació con
una cola de cerdo por culpa incestuosa, y bajo un árbol del solar de nuestra
propia casa fue encadenado José Arcadio Buendía. Hemos visto por primera vez en
nuestras vidas una marqueta de hielo. Hemos oído pitar el tren amarillo que
lleva rumbo al mar los cadáveres de los miles de trabajados bananeros alzados
en huelga. Esta es la realidad. Lo demás es mentira.
La imagen triunfante de Gabo la veremos pronto en los
billetes de banco de Colombia, ya hay un decreto legislativo al respecto; y en
los billetes de lotería, y en las tapas de los cuadernos escolares, y, quién
quita, en los altares domésticos, enflorada y con una velita encendida.
Pero no le pidamos más milagros. Con sus libros es más
que suficiente.
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